RELATO: «La Suscripción»

El cartel en el bar decía: «Libertad de Expresión: 99 OBOLS/mes. Promoción por lealtad verificada.» 

Pedí otro trago. El barman, un tipo con un ojo biónico que parpadeaba cada vez que escaneaba mi historial crediticio, negaba con la cabeza.

—Crédito denegado, Hank. nivel de lealtad insuficiente.

La IA me había clasificado como «No Confiable: Nivel 2» desde que me trincaron murmurando contra el alcalde en una borrachera.

Me dispuse a terminar la copa cuando ella se me acercó. Llevaba un vestido gris de los que solo usan los suscriptores de Movilidad Premium. Olía a perfume caro y a derroche estatal.

—Quieres ver a tu madre. Te ayudo.—dijo, no preguntó.

Mi madre estaba al otro lado de la ciudad, muriéndose en un hospicio de la Zona 7. A mí solo me permitían verla diez minutos al mes si acumulaba suficientes reseñas en mi perfil y siempre supervisado por un algoritmo de compasión.

Me acababan de degradar los permisos, este mes la dejaba otra vez sola.

—¿Qué tengo que hacer? —pregunté, mirando el hielo derretido en mi vaso.

—Necesito que entregues un paquete en la Zona 7. Algo pequeño.

La caja era un virus de empatía, un dispositivo prohibido que infectaba sistemas de vigilancia con emociones humanas: culpa, duda, nostalgia. Me lo colgué del cuello como un crucifijo y salí del bar.

Al día siguiente con el pase temporal crucé por todas las Zonas como si fuera un maldito turista. Los drones me saludaban: «Bienvenido, ciudadano prioritario.» Hasta el sol se veía más brillante con derechos.

El hospicio era un cubo gris con ventanas que mostraban paisajes falsos: montañas, playas, cualquier cosa menos la realidad.

Mi madre estaba igual que siempre: pequeña, frágil, dormitando frente a un televisor que emitía propaganda las 24 horas. Sus ojos reflejaban anuncios mientras una voz robótica desde los altavoces le rezaba: 

– Usted es útil. Usted es feliz. Nunca lo olvide.

Me tomó la mano, sus ojos vidriosos buscando los míos.

—Hank, ¿trajiste los medicamentos?
—Claro, mamá.

Mentí. Los medicamentos eran para «Suscriptores de Salud Oro» y yo ni siquiera podía pagar aspirinas. Le apreté la mano hasta que se durmió. Luego seguí apretando su mano hasta que el algoritmo me expulsó.

Entregué la caja donde me indicaron, un club nocturno con un letrero que decía: «Aquí yacen los derechos no renovados«.

Esa noche, mi chip vibró: 

– ¡Felicidades! Suscripción a Libertad de Expresión Premium activada por 72 horas.

Al día siguiente, critiqué al alcalde en la plaza pública. La gente me vitoreó. Los drones grabaron mi discurso y lo etiquetaron en las redes sociales de la Zona 3 como «contenido inspirador» .

La mujer del traje gris apareció en las noticias, arrestada por terrorismo algorítmico. Su foto se desvaneció bajo un sello de «Derechos Revocados: Eficiencia Permanente».

Mi chip vibró de nuevo.

—Gracias por su cooperación —ponía en el mensaje.
—Como recompensa, disfrute de Privacidad Básica nivel 1 por 48 horas.

Las cámaras del apartamento se apagaron. Saqué el vodka bajo el fregadero. Por primera vez en años, el silencio sonaba a culpa.

Al amanecer, dos robots patrulla golpearon la puerta. Mi madre había muerto. Querían que identificara el cuerpo en la Zona 7.

—Acceso denegado , su suscripción ha caducado—dijo el scanner al llegar al checkpoint.

Me meé y me cagué en los pantalones frente al guardia robot. Él grabó mi cara, mi olor, mi degradación.

Me di media vuelta y escuché mientras me alejaba:

—Gracias por su colaboración. Su perfil de lealtad ha subido un 3%.

Dicen que mi madre tuvo un funeral en la Zona 7, donde los suscriptores Platino lloran con derechos incluidos.

Yo sigo en la Zona 3, maldiciendo al alcalde.

Como un perro

Como un borracho

Como un hombre libre.