RELATO: «EL Traficante de Silencios»

Las máquinas que ahora gobiernan nos prohiben el silencio.

Restringen los espacios entre pensamientos a unos pocos milisegundos. Llevábamos un estimulador sináptico que se encarga de aumentar y regular nuestro flujo mental evitando posibles vacíos.

Para que no colapsemos nos enchufan a diario una sustancia similar a un lácteo caducado por vía medular. Un cóctel sintético espantoso que nos mantiene hiperactivos todo el día en contra de nuestras voluntades.

Descubrieron que en esos espacios entre pensamientos, la mente se sacude el polvo como un perro mojado, empieza a recordar y a cagar preguntas.

Un cerebro ahogado en estímulos, enganchado a la dopamina es un perdedor que necesita otra ronda de anuncios y porno virtual.

Un cerebro en silencio es para el sistema como un mendigo con navaja acorralado en un callejón. No tiene nada que perder.

El sistema te vigila mientras cagas, mientras follas, mientras lloras en la ducha. Te llenan el cráneo de chatarra digital hasta que tus sueños huelen a anuncios de neumáticos. Intentar resistirte es como mear contra el viento.

Lo mas peligroso para este sistema, es un hombre que deja de oír el arrastre de sus cadenas, aunque sea solo por unos segundos.


Conocí a un tipo que logró 30 segundos de paz mental antes de que le encontraran. Al parecer usaba un antiguo audiolibro de mindfulness. Lo encontraron en un motel con la cabeza reventada como una sandía madura. El informe oficial del noticiario: «sobredosis de inactividad». Las máquinas detectaron la infracción y lo crujieron. Yo le robé esos últimos segundos de calma.

Me llaman El Cartujo, aunque el único voto de silencio que tengo es el que vendo a tres mil créditos el segundo. Soy un dealer de silencios, un camello. Proporciono fragmentos de calma en pastillas de color negro azabache.

Trabajo los fines de semana en el bar Tiempo Perdido, entre borrachos de realidad virtual y putas con implantes.


Me dieron un soplo. El tipo yace borracho en un callejón detrás del burdel de androides, tarareando una canción de cuna mientras la sangre brota de uno de sus oídos. 

Le conecto los electrodos del extractor neural en las sienes, una máquina del tamaño de un paquete de cigarrillos que chupa los últimos suspiros conscientes. Aprieto el botón y el tipo suelta una carcajada que suena a vidrios rotos arrastrados por el viento en el asfalto.

-Guarda ese para ti, chico.- me dice soltando un largo suspiro.

Me alejo por el callejón. Alguien me sigue, me doy la vuelta.

—Dame ese puto silencio o te mato aquí mismo hijo de puta!—escupe un yonqui desdentado con un cuchillo mellado envuelto en una gasa sucia y las pupilas dilatadas por los estimulantes obligatorios.

Saco rápidamente una bolsa con varias pastillas que llevo siempre como señuelo por si me cruzo con algún desgraciado como este.

Las agarra y sale disparado como un cohete de carne y hueso. Sus zapatos golpean el asfalto al ritmo de un corazón que late más por la promesa de vacío, que por la sangre que lo mantiene en pie.

No creo que vuelva a verlo vivo, se lleva un regalo sorpresa, que se joda.

Unas calles mas adelante me encuentro con La Roxy fumándose un cigarrillo entre olor a cable quemado. Sus brazos llenos de cicatrices y tatuajes, parecen mapas de ciudades perdidas.

-Quiero cinco segundos sin rastreo- dice escupiendo humo azul.

Le vendo 5 segundos por 10.000 créditos y un polvo rápido en el callejón.


Los lunes voy al psiquiátrico del Distrito 9. Allí, los locos aún sueñan sin chips de monitoreo. El Dr. Krell, así le llamo yo, me deja hurgar en sus cerebros a cambio de unos tragos gratis los fines de semana en el bar donde trafico y algo de mercancía.

Hoy conocí al viejo Marlow, un ex soldado que grita versos de Whitman cada vez que le inyectan anti psicóticos. Le conecto los electrodos mientras dormita bajo el efecto de los sedantes. La pantalla me muestra una curva plana de 4.8 segundos; oro puro.

-Ese es el tiempo que tardó en caer el poblado.-balbucea, mientras le quito el extractor. Le doy una palmada en el hombro y le dejo una botella de ginebra barata como agradecimiento bajo la almohada.


Era jueves y como cada semana me paso a ver a La Roxy. A parte de puta fue una hacker cotizada. Trabajaba para una importante corporación, robando información confidencial para joder a la competencia. Después de pasar por la cárcel lo ha perdido todo. Ahora se hace pajas mentales con tirar abajo el sistema.

Me abre la puerta en una bata estilo japonés de mercadillo, que deja ver sus piernas largas metidas en unas botas militares sin cordones. Con un cigarro liado en la boca sonríe de medio lado haciéndose la interesante.

– ¡He juntado 40 segundos de silencio sin interrupción!. – dice emocionada.

– ¡Suficientes para hacer temblar las putas torres de vigilancia!. Suena como una evangelista con resaca.

– Podemos reventar el sistema desde adentro, ya, no hay que esperar más.- dice mientras inyecta los segundos en un transmisor de frecuencias. Un chip en forma de lenteja minúscula sujeto a un torno diminuto bajo la luz de una lupa alógena en su mesa de trabajo.

Fumamos el segundo porro cuando escuchamos los drones acercándose zumbando entre consignas patrióticas.

La Roxy señala el transmisor sobre la mesa y grita:

-¡Llévatelo!. ¡Los distraeré, vete!.- y sale por la ventana del baño trepando hacia el tejado. Escucho alejarse sus botas golpeando sobre el metal. Suenan como tambores de guerra en una batalla perdida.

Conecto el transmisor en mi implante coclear y salgo a toda leche.

Un dron se posa a la altura de mi cara mientras intento bajar por la escalera de incendios.

– Ciudadano 8819: La eficiencia del sistema exige su cooperación.

Terminando negociación en 3… 2… 1…

Le suelto una hostia a mano abierta y cae sonando como las cadenas de una bicicleta rompiéndose en medio de un cambio de marcha.

Inmediatamente aparece un segundo. Gira sus bocinas hexagonales hacia mí y a volumen atronador, modula el mensaje:

– ¡Infractor 8819!: Su falta de cooperación incrementa el desequilibrio sistémico. Protocolo de desarme ciudadano activado: Emisión de frecuencia Brown Note modificada a 5 Hz + sobretono inharmónico. Aplicación de neurotransmisores inhibitorios en curso. No se mueva podría caerse.


Me despiertan en la celda 34 del Centro de Reeducación de mi distrito. Me inyectan sueños de publicidad cada media hora y me hacen recitar lemas de consumo mientras espero el tratamiento.

Al rato me meten en la sala contigua donde dos robots modelo PsycheReaper 9000 me sujetan y empiezan a administrarme el tratamiento por el casco neural, siguiendo las instrucciones que suenan por la megafonía del techo.

– Ejecutar Protocolo 7 Epsilon: Descargando pulso theta disruptivo a 4.7 Hz – aplicando parálisis vestibular con alucinaciones auditivas

-Activando frecuencia de coerción límbica a 187 dB modo ultrasónico – Inhibición de dopamina y activación de amígdala cerebral

-Iniciando eco de retroalimentación neural – Resonancia ajustada a recuerdos traumáticos primarios

Vomito, sufro anhedonía y calambres que me recorren desde las uñas de los pies hasta la coronilla, pasando por las pelotas. Me alimentan a base de inyecciones con todo tipo de mierdas sintéticas.

Me dejaron hecho mierda durante una semana en la celda de aislamiento.

Tumbado en el suelo la puerta se abre a cada hora exacta y entra un NeuroCompliance Injector, una maldita máquina programada con algoritmos de obediencia a nivel neuronal y me administra varios pinchazos en el cuello.

Resignado escucho:

– Administre 200mg NeuroStim Regen, NeuraDrip Recovery 600mg, PsycheStabilize Pro 300mg

Y así paso todo el puto día recibiendo esta mierda y las visitas de una Compliance Nanny cv69, una zorra robótica que monitorea mis constantes vitales y me suministra suaves y precisos pinchazos de analgésicos en la zona de las ingles.


Anoche, cuando el guardia robot se atascó y quedó en bucle en su ronda nocturna, hice lo que ningún puto algoritmo espera: cerré los ojos y usé los segundos de silencio del poeta moribundo.

En esa oscuridad, escuché por primera vez el sonido de mis propias tripas, el crujido de mis huesos viejos, el eco de algo que podría haber sido un alma antes de que nos vendieran.

Recordé el implante coclear y la programación de La Roxie y pensé: mañana, cuando me lleven de nuevo a la sala de descargas, sonreiré, porque mientras las máquinas me conviertan en puré de bits, esos malditos 40 segundos de la Roxie, estarán viajando por el cableado de la ciudad, multiplicándose en cada terminal pirata, en cada implante clandestino que ella programó.

En un mundo que mide el orgasmo en microsegundos, los 40 segundos de la Roxie, espero que sean suficientes para que un borracho, un traficante, un don nadie con manos temblorosas, le recuerde a esta mierda de sistema, cómo suena el rugido desatado de un silencio colectivo.