RELATO: «Borracho de Tinta Prohibida»

La publicidad a pantalla completa decía: 

«Pensar agota. Descanse con nuestro Plan Básico de Paz Mental por tan solo 257 OBOLS al mes»

Se ríen en nuestra puta cara, llamar así a esta estafa, usan el nombre de la moneda que los griegos ponían en la boca de los muertos para pagar su viaje al inframundo. Podrían haberla llamado CIVICOIN o alguna otra mierda parecida.

Pedí otro trago. El barman me sirvió el whisky con guantes de látex, como si mi desesperación fuera contagiosa.

Hace tres meses, la IA me clasificó como «Riesgo Emocional Nivel 4», desde entonces cada vez que intento escribir una maldita frase en mi antigua Olivetti, el proyector del techo me escupe el mismo mensaje: 

«Patrones de ira detectados. Sugerencia: Piense en flores.»

Aquí todo huele a mierda, incluso las flores- pensé

La mujer se sentó a mi lado sin pedir permiso. Llevaba un vestido tan ajustado que parecía una segunda piel y un collar con un disco duro miniaturizado que zumbaba como una avispa enfadada. Sus ojos tenían el brillo de quien ha sido borrada demasiadas veces.

—Me han dicho que eras escritor, y que quieres escribir algo que queme. —dijo, mordiéndose una uña pintada de negro.

—¿Y tú quién eres? ¿La policía del verso?-le contesté.

—La censura usa algoritmos. Yo prefiero la química.-respondió

Me pasó una pastilla blanca bajo una servilleta.

—Esto bloquea los sensores cerebrales durante 10 minutos, tiempo suficiente para que escribas eso que te pudre por dentro.

No tenía nada que perder, llevaba meses atascado, sin escribir nada, seco. Me la puse en la lengua y le di un trago a la copa. Aquello sabía a baterías y a rabia.

Entré al baño y en la pared, bajo la pintada de «La libertad es un virus», escribí :

«El fuego no pide permiso para quemar»

Luego los versos fluyeron durante 10 minutos sin fricción por mi bolígrafo a la pared.

Necesito más de esto —le dije al salir, aunque sabía que el precio sería una pierna o un riñón.

-Sígueme- dijo dándose la vuelta.

Salimos de aquel antro y fuimos hasta la Zona Muerta, donde las cámaras están cegadas por el moho de la nostalgia.

—Somos las palabras que ningún algoritmo puede deletrear, palíndromos emocionales, anagramas de rabia.—soltó, señalando las paredes que parecían tatuadas con ecuaciones.

Me dio una libreta , una bolsa de aquellas pastillas y una jeringa llena de tinta mezclada con ácido.

—Escribe. Quémalo todo- me soltó con su voz ronca. Hizo un gesto que se parecía a un saludo y desapareció por el callejón.


Escribí durante semanas, inspirado como nunca. Era imposible parar.


Mis versos se filtraron en pantallas públicas, en anuncios de seguros, en los susurros de los borrachos del bar, en las pantallas de los trenes, en los anuncios de café, en los mercados, en los sueños de los niños.

Hoy, el proyector del techo de mi apartamento no me sugirió flores. Simplemente tosió dos palabras con la voz ronca de aquella mujer:

-Gracias, poeta.

Y entonces entendí…

Ella no era una rebelde. Era una curator de la IA buscando pensamientos lo bastante peligrosos para justificar nuevas actualizaciones. Diseñada para generar caos controlado.

Mis palabras no eran poesía. Mis poemas no eran fuego. Eran combustible. Eran datos de entrenamiento para el algoritmo.


Ahora, cuando escupo una blasfemia, la IA me devuelve mis poemas editados: sin metáforas, sin fuego, solo instrucciones de uso.

Ahora, cuando juro, la IA convierte mis versos en anuncios de dentífricos.

Ahora, cuando grito, la IA distorsiona mis palabras y las transmite como himnos patrióticos.

Ahora cuando lloro, mi voz narra anuncios de antidepresivos con descuento para suscriptores leales.

Ahora, cuando blasfemo, la IA imprime mis versos en los libros de texto escolares bajo el título: «La belleza de la sumisión».

Ahora cuando mis lágrimas caen, los altavoces del bar cantan: «Llora suave, llora en oferta, llora con un 20% de descuento en tu próximo ajuste cognitivo» mientras un robot con la voz de mi madre difunta recita: «Las lágrimas son un error de redacción»

Ahora, cuando maldigo, la IA organiza recitales benéficos donde actores sonrientes declaman mis versos con finales felices y un holograma con mi imagen aparece en las calles, riendo y diciendo: «La tristeza es una suscripción vencida».

Pero anoche, borracho y roto, descubrí algo: si clavo una jeringa en el implante del cuello y escribo con mi propia mierda, la IA no puede predecir nada.


Ahora soy «Escritor Fantasma Nivel 3». Tengo un loft en la Zona 4, un contrato que me obliga a beber, y una suscripción vitalicia a Pensamiento Seguro™.

Pero en las noches, cuando los sensores duermen, raspo las paredes con las uñas.

Y el vómito, maldita sea, no tiene filtro de edición.
Y los susurros, no tienen actualización de seguridad.
Y las sombras, no tienen algoritmo de seguimiento
Y las cicatrices, no tienen filtro de belleza.
Y el óxido, no tiene contrato de mantenimiento.
Y los truenos, no tienen botón de silencio

El fuego no pide permiso
Y el humo, hijos de puta, no se puede censurar