RELATO: «Algoritmos de Soledad» (Parte I)
Nunca supe exactamente cuándo me marcaron.
Quizás fue ese día en que me atreví a cuestionar en voz alta por qué las calles estaban vacías de risas, o tal vez cuando me encontré llorando frente al espejo, preguntándome si alguien más sentía este vacío.
Lo único que sé es que, de repente, el mundo se detuvo para mí.
Al principio fue sutil. Mis mensajes ya no llegaban a sus destinos. Las llamadas se cortaban antes de que alguien contestara. Luego, las pantallas en las calles dejaron de mostrarme noticias, publicidad, incluso el clima. Solo un mensaje repetitivo: «Reconectando… Por favor, espere.»
Pero la reconexión nunca llegó.
Mi dinero estaba ahí, pero no podía usarlo.
Respiré hondo y entré en la aplicación del Ministerio de Finanzas. Un mensaje flotó en la pantalla:
«Estimado ciudadano, su cuenta ha sido marcada para revisión. Su actividad financiera experimentará retrasos mientras evaluamos su perfil de confianza. No se requiere acción de su parte.»
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Había escuchado historias. Rumores de personas que se volvían indeseables sin razón aparente. Gente que de la noche a la mañana encontraba pequeñas trabas en su vida diaria: pagos que tardaban más de lo normal, tarifas elevadas en servicios básicos, acceso restringido a ciertas zonas.
Pequeñas molestias diseñadas para agotarles la paciencia. Para hacerles perder oportunidades. Para empujarles lentamente al borde de la sociedad sin usar la fuerza.
Busqué en foros clandestinos. No tardé en encontrar el término: «Fricción Selectiva».
Un algoritmo determinaba quién era digno de una vida sin obstáculos. Quién tenía derecho a la inmediatez, a la eficiencia, a la comodidad de un sistema financiero perfecto.
El resto… bueno, el resto tenía que aprender a ser paciente.
Cerré los ojos. Pensé en lo que había hecho últimamente. ¿Había publicado algo sospechoso? ¿Comentado algo inconveniente? ¿Hablado con alguien en la lista negra?
No tenía respuestas, pero sí una certeza.
Estaba marcado.
Y ahora el mundo se movería un poco más lento para mí.
Ahora camino por una ciudad que me ignora. La gente pasa a mi lado sin verme, sus rostros iluminados por el brillo de sus dispositivos, sus mentes conectadas a una red que ya no me incluye. Intento hablarles, tocarles el hombro, pero es como si no existiera. Sus ojos se deslizan sobre mí como si fuera un fantasma, un error en el sistema.
Lo peor no es la invisibilidad.
Es el silencio.
Ya no escucho las risas de los niños en el parque, ni los murmullos de las conversaciones en los cafés. Mi audífono neuronal, ese pequeño implante que todos llevamos detrás de la oreja, ha dejado de transmitirme los sonidos del mundo. Solo escucho mi propia respiración, el eco de mis pasos en las aceras vacías.
A veces, en la noche, me pregunto si alguien más está pasando por esto. ¿Habrá otros como yo, desconectados, olvidados, vagando por esta ciudad que ya no nos reconoce? Pero no hay forma de saberlo. El sistema nos ha aislado tan bien que ni siquiera podemos encontrarnos entre nosotros.
Esta noche intenté entrar en un supermercado. Las puertas no se abrieron. El escáner no me reconoció. Me quedé allí, mirando a través del cristal, viendo a la gente moverse entre los pasillos, hablando, viviendo. Me apoyé contra la pared y dejé que las lágrimas cayeran. Nadie se detuvo. Nadie me vio.
El gobierno lo llama «Aislamiento Preventivo». Dicen que es una medida necesaria para mantener la armonía social, para proteger a la mayoría de aquellos que podrían ser «infectados» por ideas peligrosas. Pero yo no soy peligroso. Solo tengo preguntas. Solo quiero sentir que existo.
Ahora estoy sentado en mi apartamento, mirando la pared en blanco donde solía proyectarse mi ventana al mundo. El sistema me ha quitado todo: mi voz, mi conexión, pero hay algo que no pueden quitarme: mi mente. Aquí, en el silencio, en la oscuridad, mis pensamientos son míos. Y aunque nadie más los escuche, son reales.
De repente, la pared en blanco parpadea. Una luz tenue aparece, y luego una imagen. Es una cara, borrosa al principio, pero que poco a poco se vuelve clara. Es una mujer, madura, con ojos gafas de sol oscuras. Me mira directamente, como si pudiera verme.

—¿Puedes oírme? —pregunta, con voz fuerte y clara.
Asiento, sin poder creer lo que estoy viendo. Ella sonríe.
—No estás solo —dice—. Hay más de nosotros. Muchos más. El sistema nos ha aislado, pero hemos encontrado una forma de comunicarnos. Una forma de resistir.
La imagen parpadea de nuevo, y ahora veo a otras personas detrás de ella. Rostros cansados, pero llenos de esperanza.
—¿Cómo…? —empiezo a preguntar, pero ella me interrumpe.
—No hay tiempo para explicaciones. Solo escucha: no eres invisible. No estás solo. Y no estás loco. El sistema nos ha aislado. Estamos aquí, y estamos luchando.
La imagen desaparece, y la pared vuelve a estar en blanco.
Ya no me siento como un fantasma. Siento que existo.
El sistema puede haberme aislado, pero no puede detenerme. Porque ahora sé la verdad: no estoy solo en esto.
Y eso cambia todo.